Desde que nuestros antepasados comenzaron su andadura por éste mundo, quedó claro que se trataba de seres eminentemente sociales y que las relaciones sociales eran muy importantes en su día a día. Les gustaba estar juntos, y lo necesitaban. Estando agrupados les resultaba más fácil defenderse de depredadores y ataques externos, se protegían unos a otros y los más fuertes cuidaban de los más débiles recibiendo a cambio otro tipo de gratificaciones a través de su papel dentro del grupo. Es desde estos momentos y partiendo de la necesidad de agruparse cuando se empiezan a desarrollar aspectos como el de liderazgo, solidaridad, etc…
Cierto es que la evolución del ser humano ha transformado algunas de las razones por las que buscamos estar juntos. Evidentemente ahora no existen “dientes de sable” de los que protegernos, pero los grupos siguen teniendo la misma importancia a la hora de cuidarnos de peligros exteriores como entonces. E igual que entonces suponen una fuente continua de gratificaciones y refuerzos negativos a nuestros comportamientos, de tal forma que nuestro desarrollo físico y psicológico viene determinado por el efecto que las relaciones con nuestros semejantes tienen sobre nosotros.
El primer “objeto de referencia” tras el nacimiento es la madre. Durante las primeras semanas de vida del niño, ese es todo su mundo relacional. Hasta el punto de que parte de su sistema nervioso (concretamente la mielina) madura adecuadamente o no dependiendo de que el vínculo relacional con la madre y otros cuidadores sea enriquecedor. Pero al poco tiempo éste mundo relacional se va ampliando; otras personas empiezan a incluirse en él y a influir en cómo el niño ve el mundo y en cómo se relaciona con él. Y a medida que las capacidades comunicativas del niño se van ampliando así también lo hace su capacidad de relación con otros y el nº de personas con las que se relaciona. Porque si algo es propio de las relaciones interpersonales, es la comunicación. Esta está en la base de cualquier relación con otro (sea ésta cual sea), de ahí que un buen manejo de las habilidades comunicativas, emocionales y sociales, que son las que participan en el proceso comunicativo, sean imprescindibles para que se desarrollen relaciones personales positivas y exentas, en la medida de lo posible, de conflictos (hablaremos más extensamente de ellas en próximos artículos).
Lo que somos y sobre todo cómo nos relacionamos con lo que nos rodea, hunde sus raíces en las *relaciones con los demás. Su importancia, indiscutible, ha sido ampliamente observada e investigada a lo largo de la historia de la Psicología, la Antropología y de la propia Historia.
El niño necesita para desarrollarse adecuadamente de la relación con los demás, y sigue necesitando de las relaciones personales a lo largo de su vida para mantener un equilibrio psicológico adecuado. Las relaciones interpersonales se convierten así en muchas ocasiones, en fuente de problemas personales, y de la misma manera pueden resultar por sí mismas terapéuticas y útiles en la resolución de otros. Por tanto saber relacionarnos y cuidar nuestra forma de hacerlo y a las personas con las que lo hacemos, no resulta un tema baladí.
Si detectamos o tenemos la sensación de que algo en el terreno de nuestras relaciones personales no funciona, no dejemos pasar el tiempo sin ponerle una solución. Cuando no sabemos o no podemos relacionarnos con los demás de forma adecuada, lejos de que las cosas se arreglen por sí solas, suelen complicarse más, al enquistarse comportamientos o actitudes inadecuadas que complican aún más nuestra capacidad de relación. En estos momentos, hemos de tener claro que recurrir al asesoramiento de profesionales que nos ayuden a reconducir como queremos, nuestra forma de relacionarnos con los demás, es la forma más efectiva de conseguir los cambios que deseemos en éste aspecto.
*VER VIDEO: Supersociales por naturaleza – relaciones sociales
Autor: Montserrat Sanz García
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